Ese maldito espejo

Cada vez que estamos a solas con un espejo, la tentación es irresistible. 

En el baño, la calle, o una vidriera, cuando nadie nos ve, acercamos la cara al vidrio hipnotizadas y evaluamos el estado general de la piel (granitos, lunares, piel seca, piel grasa, piel nada, manchitas, rojizo). El maquillaje: si se corrió, si se ve, si está bien, si es demasiado, si es muy poco, para qué momento o con quién lo querés usar.

Con las yemas de los dedos tanteamos y recorremos todas las áreas, destacando las imperfecciones que arruinan la tersa piel que tuvimos cuando éramos más chicas.

Te fijás en todo:
La nariz, las arrugas, las líneas de expresión, la oleosidad, la hidratación, el vello, el contorno de los labios, los surcos de la frente, los puntos negros, el acné, las ojeras, las bolsas, las patas de gallo, la elasticidad, la dilatación de los poros, y, obviamente, el color.

LA obsesión.

Con tanto para revisar, no es nada raro ver salir del baño a alguna compulsiva mujer con lamparones colorados de piel masacrada en toda la cara.

Es increíble, pero a solas frente a un espejo, aún en las situaciones más raras e inconvenientes, la tentación es imposible de resistir.

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